Glitza, amor más allá del marco de análisis literario paradigmático

Glitza

O como se entrecruzan la Genética, la Historia y la Teoría de la Complejidad en un relato ya clásico


Es mucho lo que se ha comentado sobre el relato, sus 50 años sin marchitarse y su vigencia, no deseo incrementar el volumen de palabras destinadas a reiterar, remarcar o levantar el velo de algún detalle o circunstancia, como el de señalar y explicar como nos sorprende en segunda lectura su corta extensión, ya que lo evocado corresponde a una obra de mayor amplitud, en mi recuerdo era larguísima, lo cual significa que generó multitud de espacios de reflexión como una rosa fractal que se abre al influjo de la memoria sin nunca terminar de mostrar sus pétalos.

 


Por eso enfoco desde un ángulo que quiero considerar osado. al maestro Antonio Mora Vélez y su cuento al considerar que nos sugiere un trío de potentes propuestas, con diferentes matices de peligro... o de éxtasis:

  1. El amor es eterno mientras se conserve el ADN original

  2. El amor es transferible aunque se tengan que realizar máximos sacrificios

  3. El amor impregna la realidad y modifica lo que necesita para manifestarse

La primera propuesta burla el principio de relatividad

La segunda coloca adelante el deber de amar como única guía para un delirio consciente

La tercera justifica los resultados por el proceso ya que ambos se retroalimentan

 


Ampliemos:

Respecto a la primera la Genética Dirigida crea clones con distintas historias tal y como ocurriría en la existencia cotidiana, pero sujetos a un propósito que no les consultaron y que gracias al amor que empapa a la protagonista se transfiere a las descendientes quedando obliterada una posible rebeldía en espera de la consumación de la voluntad del querer de la Glitza original, eso rebasa los límites que lastran al amor sin relatividad, o sea el normal; sin embargo, colisiona con el libre albedrío de los clones.

 


Respecto a la segunda enfrenta a la historia de la propia vida del autor con su espejo creativo, donde se expresan sus protagoistas, se rebela contra las determinaciones del momento (objetividad y otras zarandajas) y las realizaciones individual & colectiva que tanto llegaron a pesar en su momento sobre la intelectualidad latinoamericana, y es así donde la opción quimérica sustentada en los clones encarna y abre las rutas a recorrer en el camino de lo inesperado, ya que al no existir seguridades ¿porque no anclar el deseo de permanencia del amor a la sucesión de generaciones?, en una jugada magistral.

 


Respecto a la tercera diré que la teoría de la complejidad posee en su plasmación implícito el poder de reestructurarse mientras se retroalimenta, las múltiples corrientes que se entrelazan se influencian en forma mutua para arrojar como imagen un mural que conservando el panorama general va variando en sus detalles, incluyendo o excluyendo elementos según ocurren y sin eludir la entropía la escamotea, de allí que Vernon pueda salir del cosmódromo de la mano con Glitza rompiendo los imposibles y capturando las múltiples dimensiones del amor.

Para que manejen las dispares facetas en torno al relato, lo incluyo, así comparan y no tendrán que recorrer las redes para saber de que va, sfyufa y salud

Glitza


Glitza estaba sentada en su reclinomática, esperando las noticias del cosmódromo de Libia en el Sahara. Miraba ansiosa a cada instante el videófono, deseosa de contemplar las manos en alto de su amado,despidiéndose para siempre. Más que un torbellino, su cerebro era un tornado de emociones y de ideas. Por sus mejillas resbalaban lágrimas deangustia que se coloreaban con la luz multicolor alternada de la lámparade noche de su sillón electromecánico.

Habían transcurrido pocos minutos, quince tal vez, antes de que la pantalla se iluminara. Quince minutos, durante los cuales Glitza repasó la historia de sus relaciones con Vernon, desde cuando lo conoció en la sala de centrifugación de la Academia del Espacio, hasta el día en que él le pidió, delante de sus compañeros astronautas, con ocasión de la fiesta de grado justamente, que lo acompañara por el resto de su vida. Recordó las sonrisas de los demás graduandos al escuchar la fórmula empleada por Vernon. “Quiero que seas mi compañera y que me acompañes siempre”.

Y se sonrieron, porque ella no era astronauta, era doctora en Genética. Dos profesiones de áreas operativas diferentes, cuyo ejercicio no les iba a permitir mayor tiempo juntos. La regla general era que los matrimonios se concertaban entre parejas con profesiones iguales o complementarias.

Pero Glitza pensaba de otra manera, y así lo hizo saber a todos esa mañana de la petición de Vernon. “Para seres que se aman y que, simultáneamente, entregan su ciencia y su energía en ramas diferentes de la actividad humana, el disfrute del amor durante las etapas vacacionales es mucho más intenso”, dijo. “Es mejor entregar totalmente cuerpo y alma en el rito maravilloso del amor, que perturbar el éxtasis con una palabra, un gesto o un pensamiento que denuncien nuestra vinculación mental con otro sitio”, sostuvo finalmente.

Y todos comprendieron. Las relaciones entre los hombres habían llegado a un grado tal de hermandad y de solidaridad, que todos se esforzaban por superar a los demás en la tarea de hacer la vida más hermosa. Cada ser humano daba todo lo que tenía de sí en su trabajo, entregaba la totalidad de su capacidad y de su tiempo laboral, consciente de que su aporte, además de necesario, lo ennoblecía, lo hacía cada vez más hombre. Fue por eso por lo que Glitza defendió, entonces, la tesis de que, lejos de constituir un obstáculo, la diferencia de profesiones era más bien un incentivo para el trabajo de ambos. Además, desaparecido el egoísmo en las relaciones sociales, todo el orbe había convertido en norma el viejo lema de los Tres Mosqueteros: “Todos para uno y uno para todos”. Un verdadero tributo de energía para esa sociedad que facilitaba una vida individual, pletórica de satisfacciones materiales y espirituales.

Glitza se ilusionaba con los períodos vacacionales del año, cuatro en total, en compañía de Vernon, gozando de la brisa cálida del Mar Nuevo, durmiendo en las casas flotantes de Berquelot, dibujando los perfiles del crepúsculo amazónico y conquistando la medalla del explorador meritorio con las siete aventuras del Kilimanjaro. Jamás pensó que la primera misión de Vernon llevara consigo el peligro real de no poder realizar todos esos sueños. Por eso, lloraba y deseaba verlo desde el videófono de su casa veraniega. No se sentía con fuerzas para despedirlo en el cosmódromo. Los quince minutos necesarios para que el filme de toda su vida con Vernon se proyectara en su conciencia, pasaron más rápido que nunca.

Al final de los mismos, la luz violeta del videófono anunció el inicio de la emisión: ―Habla Libia ―decía el locutor, mientras las cámaras tomaban el paisaje amarillo de maíz que servía de marco a la imponente nave Astral―. En estos momentos el cosmonauta Vernon Koste se despide de sus hermanos de la Tierra.

Vernon hizo un ademán de optimismo y de triunfo con ambas manos, y Glitza creyó ver, no obstante, un par de lágrimas que empañaban el cristal de la escafandra y que reflejaban el dolor de la despedida de un hombre seleccionado para el viaje, no precisamente por sentimental, pero Vernon no la podía ver y parecía resignado a no verla, cuando la voz de Glitza le hizo retroceder el movimiento de entrada a la cosmonave.

Por videoteléfono ella había pedido la comunicación. Ahora podía contemplarla, inmensa, en la pantalla del edificio central y podía escuchar su voz temblorosa decirle: ―Vernon querido... te deseo suerte... te esperaré siempre.

―Regresaré Glitza, regresaré para casarme contigo ―le contestó. Segundos después de que Glitza le sentenciara “Vernon mío: te casarás conmigo”, la comunicación se interrumpía para dar paso a la cuenta regresivo en su fase final. 

II

El pulsador neutrónico hacía avanzar la nave Astral a velocidades próximas a la de la luz. El capó de cristal platinado estaba completamente dibujado por un enjambre de estrellitas de indefinidas tonalidades cromáticas, que superponían al paisaje azabache del infinito una imagen de colorido y belleza. Tal enjambre era producido por la fricción de las partículas de gas y polvo, en las condiciones de una nave ya próxima al rojo blanco de la conversión lumínica. Vernon impartía órdenes desde su cabina energomática. Comprobaba el desgaste de los pulmotores láser. Preparaba la tercera pulsación, que arrojaría definitivamente la nave fuera de la gravitación solar. La ruta apenas si se había modificado en dos microgrados discretos y no había necesidad de una nueva corrección manual. Si todo marchaba como hasta ese día, la tripulación debía estar en la órbita del Planeta Verde de Alfa del Centauro, cinco años convencionales después entre los hombres. De Glitza quedaba apenas el recuerdo filmado de su figura, de sus ademanes, de su sonrisa amplia y contagiosa. Todos los ratos de descanso, Vernon los dedicaba a la contemplación de su amada y al recuerdo del hijo por nacer. ¿Qué será? Un astronauta, sinduda, se decía casi siempre. Y soñaba entonces con la fantasía de las dos presencias.

―El hombre en su afán de dominar a la Naturaleza ―decía Vernon a los demás tripulantes― no escatima esfuerzos? La vida, se ha dicho y comprobado, no es un fenómeno exclusivo de nuestro sistema solar. En el Planeta Verde de Alfa del Centauro los radioastrónomos han encontrado pruebas de una vegetación exuberante, que puede darnos la clave para la cosmoproducción agrícola en gran escala. Vernon siguió hablando, explicando los objetivos de la expedición en la primera reunión de estudio.

Diez meses terrestres, después, en la nave (muchos años en la Tierra que los vio partir), ¿nuevas concepciones filosóficas y científicas anunciaban el advenimiento de una nueva Era.

―Yo estoy aquí, pero también en la Tierra ―sostenía―. Allá tengo otro cuerpo, pero son mis genes y mi espíritu los que activan ese otro pedazo de mi ser. Qué lejos estaba de imaginar que Glitza había logrado la más extraordinaria conquista de la genética con el control y dirección estética de los genes. Ahora, las  características accidentales del físico humano obedecían a la regulación de la inteligencia y no a la casualidad de las combinaciones genéticas. Y qué lejos estaba de pensar que su hija había escogido la profesión de Glitza, que pensaba como ella, sonreía como ella y le amaba tanto como ella, a pesar de solo conocerlo por filmes. Glitza, la Glitza que amó desde que la sorprendió con un cachorro de oso en la sala de centrifugación del cosmódromo, era ya una mujer dos veces mayor que él, con una idea fija en su mente: el regreso de la nave y de su amado.

Y un propósito: el cumplimiento de la promesa que le hiciera minutos antes del despegue.

Los años convencionales se sucedían en la nave Astral casi simultáneamente con las etapas generacionales en la Tierra. Vernon vivía interiormente con la imagen de Glitza, aunque sabía que no volvería a verla ni a estrecharla entre sus brazos. Se había resignado a vivir con su recuerdo y lo hizo hasta que el Planeta Verde apareció en la distancia, cuatro y medio años convencionales después, extraordinariamente denso de vegetación, convertido en verde esperanza de la humanidad terrestre.

La operación de aterrizaje y la posterior instalación del laboratorio fue cosa de horas terrestres, gracias a la precisión que la moderna técnica facilitaba. Poco después, el joven biólogo de la expedición recogía las primeras muestras de las muchas especies nutritivas que se encontraban en el planeta. Este parecía una inmensa hacienda de cultivo construida por la Naturaleza para disfrute de los hombres que consiguieran descubrir su glauca existencia. En él no se encontraron vestigios de vida animal, ni siquiera de la escala zoológica inferior, lo cual fue explicado por el joven biólogo, afirmando que la concentración clorofílica del océano primitivo era tan grande que hizo imposible la aparición de seres vivos desprovistos de ella, que necesitaran consumir substancias del medio exterior, en lugar de producirlas sintéticamente con la ayuda solar. Tal vez, por esa circunstancia, la nave Astral pudo cumplir con relativa facilidad su misión y Vernon realizar el sueño de regresar con vida a la Tierra y poder saber, con eso se conformaba, qué fue de Glitza y de su descendencia. 

 

III

La inercia parabólica acortaba la distancia cada vez más. El tiempo de regreso debería ser menor en año y medio según los cálculos. En Vernon, solo la inmensa felicidad de llevar a la Tierra el mecanismo de los futuros planetoides agrícolas, y la esperanza de encontrar a Glitza, mantenía dormida la angustia de saberse separado de la mujer amada. Porque, en contravía del conocimiento científico, en lo más profundo de sus sentimientos había siempre una esperanza. La esperanza de que Einstein se hubiera equivocado. La esperanza de un movimiento espacial complejo que compensara la relativa lentitud del movimiento terráqueo en torno a su estrella. La terrestre esperanza de que hablara Neruda,“elaborada como si fuera un duro pan” para acompañar al hombre en todas sus dudas. Y estaba Vernon tan completamente enamorado de su esperanza que perdía por completo la noción del tiempo frente a los filmes desgastados que le complementaban espiritualmente el viaje de regreso. Con la misma intensidad de pensamiento con que deseó el éxito de la empresa, ahora deseaba convertir en realidad el sueño de volver al lado de Glitza. Más que la inercia parabólica, ahora era la fuerza de sus sentimientos la que devoraba las distancias y acercaba la Astral a la Tierra que la vio partir ciento cincuenta años atrás.

Las estaciones ecuatoriales de rastreo habían detectado las primeras señales hertzianas de la legendaria nave. En la Tierra todo era expectativa y emoción, en especial en el corazón de una linda joven de veinte años, estudiante de último año de la Academia del Espacio, que aguardaba ansiosa la aparición de la Astral en los cielos de América.

A los pocos días de ser detectada, la nave Astral, de líneas aerodinámicas anacrónicas, pero admirada por todos, tomó pista en el cosmódromo de Arizona. Millares de personas observaron entonces la aparición de los cosmonautas de ayer una vez abierta la escotilla. Y escucharon también el diálogo del comandante con la joven cadete que se acercaba a recibirlo. ―¡Glitza! ―exclamó al verla sonriente, con la misma sonrisa de siempre y el mismo movimiento de cabeza. Llevaba un ramo de flores caliotas de Marte y un brazalete de oro venusino que le hizo recordar a Vernon la tarde en que la conoció en el parque Konstanton Thiolkovski de la ciudad cosmódromo de Libia.

―No soy la Glitza que usted supone. Soy descendiente en la octava generación de ella ―le contestó, al tiempo que le entregaba las flores y le estampaba un beso en la mejilla.

―¡Pero si eres igual a Glitza! ―insistió Vernon y la tomó por los hombros.

―Gracias a la genética dirigida ―le repuso la joven cadete.

―Pero... ¿cómo?

―Todo es obra del al amor, del más grande y universal de los sentimientos de la evolución. Por él pudo la Glitza que usted amó revolucionar la ciencia de los genes con el propósito de cumplirle una promesa. ¿La recuerda usted?

―Sí, ya lo creo que la recuerdo. Me dijo entonces: “Vernon mío, te casarás conmigo”.

Vernon se quedó un rato pensativo, ahondando en sus recuerdos, revolviendo imágenes del pasado. Después le preguntó:

―Entonces, tú ¿cómo te llamas?

―Me llamo Glitza, como mi madre y mi abuela, como Glitza quiso que nos llamáramos todas.

Los ojos de Vernon se empañaron, igual que en la tarde de la despedida en Libia y por sobre la gritería de los asistentes dijo dulcemente a la joven Glitza:

―Sabes, no habrá una segunda despedida, la próxima vez viajaremos juntos.

Ella simplemente sonrió y le tomó la mano. Habían bajado las escalinatas de la astronave y ya se dirigían por el pasillo rumbo a la sección central del edificio de la Dirección Cosmonáutica. En esos instantes, las paredes sonoras dejaban escuchar la voz del cantante más popular de la ciudad cosmódromo, quien decía:

Podrá acabarse el calor del sol

y la Tierra convertirse en hielo,

pero el amor y el calor humanos

tendrán siempre un mañana...

1970

 


Para ilustrar este post opté por una de mis artistas preferidas: Rowena Morrill, a quien conocí como portadista de novelas de mi colección: autores como Sturgeon, Silverberg, Tanith Lee, entre otros, fueron agraciados; después seguirla fue muy fácil, bastaba con teclear su nombre en el navegador. Como ocurre con frecuencia desde que se averió mi disco duro externo, descargo las obras desde la red, pero Pinterest, VK y otras a las que recurro en la actualidad no colocan sus nombres, han desaparecido Imagenetion y tantas más que si lo hacían, lo cual les birla a ustedes lectores información, no obstante que les sea agradable y sfyufa y salud






Comentarios

Entradas más populares de este blog

Un Deseo denominado Axxón

Uruguay & California: Como los problemas ambientales pueden hermanar a los pueblos:

Qoyllur: Aporte a la historia temprana de la ciencia ficción en Perú